Cruzar puertas es algo cotidiano. A lo largo de la vida se asoman umbrales que, si los atravesamos, provocan cambios en nuestro rumbo que nos lleva a preguntarnos qué es lo que queremos hacer con nuestra vida. Esta pregunta nos produce al mismo tiempo temor y fascinación. Temor por lo desconocido y fascinación por el qué nos llegará. Fue una mañana espléndida cuando mi hermana y yo cruzamos el portón grandioso del convento de Santo Domingo en Oaxaca. El piso de piedra antigua y pulida nos dio la bienvenida. Los muros exhalaban una quietud milenaria y la paz, ese hálito pausado y tranquilo nos siguió hasta las entrañas del claustro. La calma etérea que perfuma un bosque o que acaricia la superficie de un lago, se paseaba por el jardín pletórico de cactus y buganvillas.
El silencio ensordecedor trajo a mi memoria la energía sagrada que habita en una telaraña o en una gota de agua y que suscita cambios en cómo percibimos lo que nos rodea. Es una sensación análoga a la que se da entre la gente cuando no necesita de palabras para expresar lo que siente. Un intercambio intangible de pensamientos. La calma que solemos guardar en un lugar sagrado, sea este esculpido por el hombre o la naturaleza, nos lleva a escuchar nuestra propia voz que nos pregunta si nuestra vida nos trae plenitud o si preferimos elegir un camino distinto. Paradójicamente, esa voz, casi inaudible, nos reafirma lo que muchas veces nos ha dicho: no te preocupes, que todo se acomoda de algún modo.
Las puertas siempre representarán una incógnita. El derrotero que resulte luego de abrirlas dependerá de la actitud de quien las cruce. Algo así como mirarse en un espejo. Este reflejará, o una sonrisa, o una expresión de frustración o preocupación. Cuando la vida nos lleve a pararnos frente a un portón desconocido, es posible que nos congelemos, sin saber qué hacer.
Entonces, debemos soltar los apegos y confiar en que aprenderemos algo de lo que nos espera detrás de aquella puerta nueva. Cambiemos nuestro repertorio mental del temor a la gratitud, de la escasez a la abundancia, del escepticismo a la confianza. Esta seguridad sólo se obtiene en el silencio de la mente cuando nuestra alma, desde su pureza, nos habla y nos alienta. Luego de un par de horas mi hermana y yo dejamos el convento con la paz tatuada en el rostro. De eso se trata la vida, de retener todo lo bueno; y atesorar momentos. (O)