Mayo: mes de halagos, frases sensibles, regalos (adquiridos en aquella vitrina consumista engendrada por el sistema que hace trivial a la fecha), abrazos con aroma de recuerdo, invitaciones con el entorno familiar, charlas fraternas; temporada de enunciación reflexiva y sentimientos encontrados.
En sí, es una etapa transitoria de remembranza y, desde luego, de agradecimiento materno. Se valora el significado intrínseco de la vida, y con ello, los momentos interminables junto a un ser querido que nos enseña que las locuras vivenciales son el resultado de la esperanza que se queda retenida en la memoria junto con la gratitud. Hay una mujer especial en nuestra existencia. Desde que mantenemos el primer contacto en el vientre se conjuga una cómplice sensación de protección cobijada con el hechizo del amor primero (tan bien descrito por Erich Fromm en su Arte de amar, a partir de la abundancia de la leche y la miel).
Las palabras son limitadas, de difícil esclarecimiento para describir el intenso proceso de crianza o la compasiva manera de asumir los yerros descendientes. Tras cada sugerencia flamea en el horizonte una enseñanza categórica que conlleva respeto y admiración. Las lecciones sobre el adecuado comportamiento personal se establecen como ejemplar legado, que trasciende de generación en generación.
La ausencia de ese rostro femenino nos provoca melancolía. La presencia física de nuestra progenitora nos genera alegría desmedida, desde la calidez del hogar. Su altruismo dignifica la tarea infatigable de guiar la conducta de los suyos. Voz de aliento -el de ella-, pilar ante las dificultades, testimonio auténtico de bondades en toda su dimensión. Cabe decir -pletórico de afectos- lo que ya mencionó Gabriela Mistral: “Gracias en este día, y en todos los días, por la capacidad que me diste de recoger la belleza de la tierra como una agua que se recoge con los labios y también por la riqueza de dolor que puedo llevar sin morir en la hondura de mi corazón”. (O)