Los seres humanos, para ser felices, necesitamos ser necesarios y sentir respeto por nosotros mismos. Pero el sistema capitalista no apoya ni li uno ni lo otro, sino que exacerba los vacíos y reemplaza esas necesidades con el consumo. Eventualmente este espejismo se desvanece revelando la frustración del engaño, y lo más importante, la estructura imaginaria que gobierna las pulsiones. Este orden de la imagen no se impone, sino que seduce. Es parte (quizá la parte más importante) del conjunto de tecnologías de la sociedad disciplinaria que introyecta la gestión del poder en la subjetividad de cada individuo. Un orden narcisista que regula el juicio de la imagen. A diferencia de la metáfora orweliana, ya no es necesario que la gran pantalla exponga nuestros crímenes porque tenemos pequeñas pantallas para exponer nuestras virtudes, que son las virtudes aceptadas y promovidas por el orden, en un juego de espejos acríticos que lo justifican. No importan los contenidos, sino el aparecer en la pantalla, una transfiguración del capitalismo simbólico donde lo ético es irrelevante siempre que se acumule. Pero este orden, “libre”, “tecnológico”, y voluntariamente aceptado, tiene límites: la disfuncionalidad, la pobreza, la vejez, la rareza, pero también la alegría que rompe los espejos. (O)
DZM
Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social con experiencia en coberturas periodísticas, elaboración de suplementos y materiales comunicacionales impresos. Fue directora de diario La Tarde y es editora.
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