El domingo pasado, me saludaron y también me felicitaron muy amablemente a mí —sacerdote— con motivo del día del padre. Junto al gesto cordial y, por supuesto, sincero, algunos se animaron y me preguntaron con un dejo de duda, sobre la autenticidad de la paternidad sacerdotal. Entonces expliqué:
Dios es ciertamente el autor pleno de la vida espiritual, y sus gracias y bendiciones puede darlas sin necesidad de intermediarios. Sin embargo, quiso entregar a cada individuo estos dones, conservarlos y aumentarlos, principalmente por las manos y la acción sacerdotal.
La paternidad espiritual del sacerdote arranca de la “potestad de gobernar, conducir, guiar y pastorear a la grey a él confiada”. Nuestra paternidad no mengua en nada la suprema paternidad de Dios; por el contrario, la extiende y la da tangibilidad, significado, relieve humano a través del ministerio sacerdotal. Dios es padre a través de nuestro sacerdocio. Proyectamos la infinita fecundidad divina comunicada a la humanidad de Jesús. El Sacerdocio de Jesucristo es instrumento de la paternidad de Dios, de tal modo que la fecundidad de esta paternidad divina, en condiciones normales, sólo llega a los creyentes por el pastoreo del sacerdote.
En manos del sacerdote se desarrolla la constante maravilla del nacimiento de nuevos hijos de la Iglesia, miembros del Cristo que crece. También, la santificación incesante por la que se transforman en Cristo nuevas vidas humanas; y, El milagro de la Vida que vivifica los huesos muertos.
La paternidad humana puede ser, en su acto inicial, una cooperación ciega a la obra procreadora de Dios, por lo tanto, una influencia puramente extrínseca como expresión de aquella paternidad. La paternidad espiritual del sacerdote, en cambio, es muy íntima y consciente. El sacerdocio engendra para Dios, para la auténtica felicidad, para el cielo; es decir, engendra para “la eternidad de la visión beatífica”, como suelen llamar los místicos a esta verdadera realidad, pero intangible.
Por lo dicho, el sacerdote SÍ “es padre” porque ejerce la paternidad espiritual de Dios. Y… gracias por los saludos que tuvieron la gentileza de brindarme tanto a mí como a todos mis hermanos sacerdotes del mundo. (O)