El deporte, sobre todo el fútbol, es la puerta de escape para apaciguar muchos problemas; para sentir alegrías pasajeras, cuando no para despertar cierto nacionalismo y revanchismo; pero también para sufrir frustraciones, volátiles con el tiempo.

Los ecuatorianos están inmersos en la Copa América, en cuya sede, Estados Unidos, viven legal e ilegalmente miles de compatriotas. Muchos coparon los estadios donde la Selección de Fútbol jugó sus tres partidos, habiendo perdido uno, ganado otro y empatado el crucial ante su similar de México, clasificatorio a cuartos de final.

Durante este trepidante recorrido se ha visto y oído de todo. “Boca adentro”, desde insultos racistas y xenófobos; hasta peyorativos, aniquilantes y malquerientes de “labios para fuera”. 

Los jugadores, la mayoría jóvenes, pasaron del vilipendio a la gloria; del escarnio a la felicitación. Ni se diga su director técnico, no solamente por sus estrategias, sino hasta por ser europeo.

Ellos brillan en grandes equipos europeos o de América. Son referentes para muchos niños y adolescentes, cuyo futuro lo anclan en el fútbol, asumiéndolo como alternativa para salir de la pobreza.

En el fútbol se gana, empata o se pierde. En un torneo corto como es la Copa América apenas hay dos partidos para definir la clasificación a la siguiente fase. Y todo puede pasar.

La pérdida ante Venezuela, alentada por comentaristas de toda laya y hasta de ciertos periodistas deportivos; igual de exseleccionados, a lo mejor frustrados, como de exdirectores técnicos, con iguales taras, significó, literalmente hablando, la crucifixión para los seleccionados.

Nada hace más daño como arrinconar al derrotado. No siempre se gana; tampoco menospreciar al rival; peor poner en tela de duda la entrega de los jugadores o denostar al entrenador.

La Selección logró su objetivo sobreponiéndose a ese vendaval. Ojalá luego de enfrentar a Argentina, al margen del resultado, haya mayor sensatez a la hora de comentar.