No importa cuándo leas esto, todos vamos a morir. No es una amenaza, es, desde antiguo, la verdad inexpugnable. En el universo postmoderno, la muerte le devuelve al mundo su única certeza. Frente a la muerte, se ordenan las prioridades. Con la muerte, retorna la reflexión sobre la vida, donde a pesar de su fugacidad, se establece el sentido y la identidad de quienes somos. Más allá del dramatismo que supone aproximarnos al insondable abismo de la muerte, debemos reconocer que de lo único que podemos hablar, incluso al hablar de la muerte, es de la vida. De una vida finita, que, si bien cambia, también concluye. Tener cerca este horizonte es tener una brújula ética (no religiosa), que probablemente ha sido olvidada o escondida gracias a que nuestras sociedades, paradójicamente, han sido inundadas de muerte. La imagen de la muerte ha llegado a ser uno de los principales dispositivos de entretenimiento. La información se regocija en la muerte, la política se ha convertido en tanatopolítica, la economía que destruye es la economía que crece, y la economía que crece es la que destruye. Un trastorno que por un
lado ha terminado insensibilizándonos no solo ante la muerte real de los otros, sino ante nuestro propio acabamiento y supresión en cuanto seres humanos, y por otro, ha vaciado a la vida de su condición de oportunidad única, para poder ser y actuar. (O)