En bicicleta por la vía del tren

Tito Astudillo y A.

Caminando la ciudad y de paso el parque Calderón disfruto con inusitado entusiasmo y nostalgia también; entusiasmo porque las formas, color y el bullicio, la juventud desbordante, la pluralidad de lo cosmopolita y la modernidad en un sinfín de manifestaciones aportan novedad y regocijo, nostalgias por un pasado que, sin ser ni mejor ni peor, tenía sus sorpresas como esa legión de sexagenarios, de terno y corbata o muy formales, estoicamente parloteando de política, religión, filosofía y todo lo que aporta en sabiduría haber vivido.

Ahora saludamos diariamente caminando los parques lineales, el Paraíso, la Primero de Mayo, Tarqui-Guzho o el Jardín Botánico los que más frecuento; alegremente compartiendo una  charla o un silencio en las consabidas cafeterías; caminando un mall, vitrineando, ojeando libros, la cartelera o viendo fútbol; en soledad en los museos asombrados; en los supermercados muy serios o  en chacota llevando  el carrito y la tarjeta; en  eventos culturales comentando un libro, una conferencia, un cuadro o un concierto; y los fines de semana, alejándose de la ciudad en sus bicicletas hacia los miradores, colinas, lagunas y bosques, aventuras que comentamos los miércoles en nuestro café, porque uno de mis contertulios semanalmente visita una lugar especial de la región con un grupo de bici paseantes. El fin de semana pasado hicieron la ruta Cuenca Ingapirca por la línea férrea, experiencia que aviva recuerdos especiales como mi primer viaje en tren una fría madrugada de agosto de los años 60, con el escritor Manuel Muñoz Cueva y mi hermano Rodrigo desde la estación de Gapal hasta San Pedro y desde ahí caminando al complejo arqueológico.

Recuerdo como el autoferro se disparó entre los inmensos maizales de Challuabamba, el Descanso, Chuquipata, Charazol y Azogues, la estación de Burgay, Biblián, el Túnel, Mosquera e Inganilla; el amanecer en las faldas orientales del Buerán con el Molovov al frente; la hacienda San Pedro a orillas del río homónimo en donde, a las seis de la mañana, dejamos el autoferro para emprender una larga caminata hasta el centro parroquial y de ahí al Castillo de Ingapirca. Cómo cuesta entender que el tren sea solo una insistente nostalgia… (O)