Ser guayaquileño

David G. Samaniego Torres

Alguien mencionó, hace poco, qué significa ser guayaquileño. Cuando lo vi impreso en un medio de la ciudad de Guayaquil, y supe que quien lo dijo preside hoy el Municipio de la Ciudad de Octubre, me puse a pensar, un buen rato, hasta entender el significado de esos términos; además, cavilé sobre si fueron o no oportunos para una celebración cívica de conmemoración del natalicio de la ciudad. Entonces acudí a mi buen amigo, el que siempre me ayuda o salva en estas circunstancias: el diccionario de nuestro idioma. Algo parecido les recomiendo, amigos. Las palabras nacieron y cargan en sus hombros un significado, es decir, no podemos usarlas a nuestro gusto o darlas el significado que se nos antoje porque las palabras nacieron para expresar con ellas sus respectivos significados y con ellos poder entendernos con quienes conocen nuestro idioma que, casi todos, lo tenemos a disposición desde nuestro nacimiento. En síntesis: las palabras significan lo que son y no aquello que se nos antoje; esto evita una Torre de Babel, innecesaria.

Mis últimos sesenta años de vida estuvieron relacionados con la educación en Guayaquil ya sea en calidad de maestro, así como de dirigente en diversas instituciones educativas. Cristóbal Colón, Liceo Naval, Universidad Laica, Espíritu Santo, Ecomundo, Ecotec y Universidad Espíritu Santo fueron espacios y momentos en los que aprendí a conocer mejor a los hijos de la Perla del Pacífico. ¿Por qué esta reseña? Porque al conocer de cerca a la niñez y juventud guayaquileñas, a sus progenitores y familiares y también a personas y entidades relacionadas con la formación de la niñez y juventud, tengo de dónde extraer un perfil del habitante de estas tierras. Me permito, entonces, cumplir con este propósito.

Mientras mi mente escoge los mejores términos para describir al guayaquileño recuerdo a mis exalumnos, hoy padres y abuelos cariñosos; a mis compañeros de trabajo, maestros que conocí y también, cómo no, a los padres de familia que nos confiaron la educación de sus hijos. El guayaquileño es alegre, vivaz, entusiasta, creativo, amigable, abierto al mundo, generoso, tenaz en sus empeños, solidario, creativo, audaz, franco y de un corazón muy grande. Es algo más que “altivo, autosuficiente y arrecho”. Carlos Julio Arosemena Monroy dejó escrito: “Ser guayaquileño es una actitud ante la vida y una resolución ante la muerte”. La palabra nos pinta de cuerpo entero, hoy y siempre. (O)