Volver a la mascarilla 

Jorge Durán Figueroa

Hay tantas razones como para recordar los tiempos de la pandemia, cuando nuestra “normalidad” nos fue arrebatada. Ni bien devuelta, retornamos a lo mismo.

Es que el hombre, ese huésped pasajero de la tierra, no cambia. ¿O es que evoluciona hacia su aniquilamiento?

Ahora nos sugieren volver a usar la mascarilla, como quien, de paso, tapamos nuestra hipocresía, evitamos saludar al otro, renunciamos al diálogo para preferir la inmutes que nos brinda el celular; o, sin ser grosero con los “modernos hijos y nietos”, ahorrarnos el olor del popó de perros que se expande por doquier.

A usar mascarilla nos piden en estos días de llamas, ceniza y humo. Impávidos, impotentes, indolentes también, vemos cómo arden cerros, montañas, mesetas y selvas.

A duras penas preguntamos quién habrá encendido el fuego. Ignoramos o nos importa un bledo que el planeta va fundiéndose como consecuencia de la mano del hombre, de sus ansias por acumular riquezas, riquezas aprovechadas por unos pocos, de unos pocos que gobiernan el mundo, de un mundo donde millones de millones de verdaderos seres humanos sobreviven con un trozo del pan al día, son víctimas de las guerras y de tremendas inequidades sociales.

El cielo de algunos pueblos y ciudades de un país cuyo destino vuelven a disputarse hordas de filibusteros, igual que se disputan la carroña los gallinazos, toma un color de “panza de burro”; el aire se torna irrespirable, nos preguntamos qué ocurre y lanzamos mil teorías, prevalidos de una falta de conciencia que cada días nos vuelve menos aptos para continuar siendo inquilinos conscientes de la tierra.

Ni es el infierno ni es el anuncio de la llegada de algún profeta. Según los entendidos, semejante bruma es consecuencia de la acumulación de partículas finas y contaminantes en el ambiente, derivadas, a su vez, de incendios forestales, que en estos tiempos han proliferado no solo en el Austro, también en los países vecinos.

Flora y fauna convertidas en cenizas, que luego, como en una especie de venganza, cubren el cielo y amenazan con ingresar a los pulmones de ese ser, supuestamente concebido como superior, porque supuestamente razona, piensa y reflexiona.

Una inmensa bruma que hace más fuerte y tétrica una sequía, una sequía que amenaza con dejarnos sin energía eléctrica, con ríos empedrados y sembríos a morir, y sin agua para beber.

¿Hemos pensado alguna vez si un día amanecemos sin estrellas, sin árboles, sin el mar, sin ríos, con un sol volviéndonos crujientes? Ni la mascarilla nos salvará. (O)