Anhelamos, por supuesto, aquellos días. La paz cotidiana de aldea, los apacibles cafés a la hora del crepúsculo, los campanarios a contraluz, la memoria de los pasos serenos en la noche descalza que ahora se deshoja como un viejo libro en medio de este otoño inesperado. La paz que se pierde en la memoria mientras nuevas imágenes nos atormentan desde el noticiero y van poblando los abismos del miedo, evocando el momento en el que el caos reemplazó a la paz. El día siniestro, impreciso, en el que la violencia, como un puñal de hielo, nos atravesó el corazón.
Y tuvieron que aparecer entre nosotros, como fantasmas atroces, los carteles, los muertos y los sicarios para obligarnos a mirarnos al espejo y reconocer nuestra fragilidad, para reparar en que habíamos sido felices sin saberlo, que por demasiado tiempo ignoramos esa enredadera cruel que crecía a la sombra de nuestra inocencia por elección, de nuestra ceguera voluntaria.
Cuenca es el último bastión de paz, dicen los expertos. El último refugio seguro. Y eso me asusta, porque temo que sea una suerte. Porque sé que estamos solos, que poco o nada significamos ante el asfixiante centralismo y la errática figura de un gobierno central desorientado, ajeno, perdido en su vanidad y abocado a una campaña política perpetua que, de dar resultado, no hará sino perpetuar el desamparo. Estamos solos y podemos, por lo tanto, ser los siguientes en la fila para ser devorados por el abismo.
¿Habremos aprendido algo de tantas décadas de ausencia y exclusión? Pues espero, ojalá, que al menos hayamos pasado de la inocencia a la conciencia para luego ir de la indiferencia a la acción. Porque de nada sirve arrodillarse sobre los escombros ni recordar que cada paso ha llevado consigo una cicatriz. Si queremos que Cuenca siga siendo este sereno refugio entre los páramos eternos donde la luz de la paz aún se filtra entre las ramas desnudas, tendremos que defenderla nosotros. Desde las aulas, desde los talleres, desde las organizaciones de la sociedad civil, desde la puerta de calle. Porque nadie, que quede claro, nadie más lo hará por nosotros… (O)