Al parecer los Latinoamericanos a veces hacemos algo poco común en otras culturas: ponemos nombre a nuestros vehículos. Yo misma cuando estudiaba una maestría en Estados Unidos tuve un viejo auto llamado Libertad. Era un Dodge Shadow de dos puertas color temblor (pálido, entre verde y gris) de no recuerdo qué año, pero seguramente éramos contemporáneos porque le sonaba toda articulación y no le funcionaba el aire acondicionado, así es que la temperatura menopáusica era un hecho.
En un momento en el que primaba la economía de estudiante, mi Libertad me abría nuevos horizontes y facilitaba la vida, por lo que se le perdonaba cualquier ruido o temblor descontrolado cuando aceleraba en la rampa para ingresar a la autopista. Además, mucho no podía exigir cuando apenas costó trescientos dólares. Claro que para mí su valor era mucho mayor, no la habría vendido por nada, lamentablemente esa decisión salió de mis manos casi un año después cuando murió de causas naturales y su valor en chatarra se compensó con el costo de la grúa.
Sobre Libertad no soy objetiva, creo que estuve atrapada en las garras del endowment effect, o efecto de dotación, ese curioso sesgo que estudiaron Thaler y Kahneman, que dice que tendemos a sobrevalorar cualquier cosa que poseemos, simplemente porque es nuestra, sesgo que tiene mucho que ver con la aversión a la pérdida.
La realidad es que el valor sentimental hace que nos aferremos a ciertas posesiones, como esa camiseta que se convierte en pijama para luego dar paso a un trapeador; o esa cobijita color pastel con la que algunos niños se encariñan hasta que llega el día en que sin la mugrosa manta gris no pueden dormir, ahí radica la magia del endowment effect, nos hace ver como tesoros cosas que objetivamente, no lo son. (O)