El Dorado. Cualquier miércoles de septiembre. 8 a.m. Pasajeros van y vienen, con itinerarios disímiles. La búsqueda del destino propio. El clima agradable, a lo inverso del frío habitual. Previo al viaje, las consabidas recomendaciones que se resumen en una frase: “no des papaya”. Junto con mi hijo Mateo, me apresto a conocer un monstruo citadino. No en vano, alberga a más de ocho millones de habitantes. Bogotá es la gran urbe que no duerme. Extendida a lo largo y ancho de una planicie andina, nos recibe cosmopolita, imponente, caótica. Llena de contrastes (un paro de camioneros apunta a intuir la polarización política). Con movimiento singular. Abierta al mundo. Desafiante con su arquitectura moderna. Orgullosa del pasado (por algo fue el núcleo del Nuevo Reino de Granada).
El primer punto referencial es su centro histórico. La Plaza de Bolívar. Sus alrededores. El circuito de museos. Las iglesias de cúpulas pronunciadas. La Candelaria. En el perímetro patrimonial, lugares de visita sugerida: el Centro Gabriel García Márquez, el teatro Colón, la Casa de Poesía José Asunción Silva. Calles angostas de esencia colonial y casonas antiguas con aires libertarios, en esta travesía que conduce a los orígenes de Santa Fe: El Chorro de Quevedo, con su diversa propuesta cultural y bohemia (que incluye la bebida de la chicha fermentada, el café bien cargado con aroma penetrante, y la puesta en escena de cuenteros). A lo que se suma, una dinámica universitaria vital. Algo más distante: la Quinta de Bolívar y el cerro de Monserrate.
Por otro lado, avenidas amplias, edificios de pronunciada verticalidad, barrios exclusivos, locales de franquicias reconocidas dan la pauta de la connotación expansiva territorial, comercial y productiva. Pero también hay la otra cara, la del hacinamiento e invasión geográfica, con precariedad sanitaria y de servicios básicos. En el espacio público se configura el arte del mural y el grafiti, en medio de la incontrolable venta informal. Y los problemas consabidos de congestión vehicular, polución, contaminación ambiental, manejo ineficiente de desechos, racionamiento del agua potable, y el más latente: la violencia e inseguridad ciudadana. Sin contar con la marcada pauperización social que se palpa con intensidad tornando la atmósfera urbana algo densa.
La capital colombiana es única, con mujeres elegantes, motociclistas a granel, el sabor del ajiaco y esmeraldas exhibidas para negocios suntuosos en el parque del Rosario. “Colombia es un caldito concentrado de Latinoamérica”, afirma Martín Caparrós. Y, sin duda, la papa caliente es Bogotá. Ya en el avión de retorno, queda la grata impresión de no haber dado, efectivamente, papaya. (O)