Réquiem por los ríos

Jorge L. Durán F.

Crecí bañándome en sus aguas, bebiéndolas incluso, cavando hoyitos en sus recovecos llenos de arena, saltando sobre sus piedras, escuchando el paso de los carros escondido bajo sus puentes de madera y de calicanto de aquellos ríos, los ríos del pueblo donde nací.

El Naranjos se abraza con el Chantaco. Los dos con el Rircay. Este, cauteloso recibe al Mandur, y ya más caudaloso se abre camino por el sur del otrora valle, hasta enlazarse con el Jubones, la “serpiente” que fluye al pie de desiertos y de oasis.

Dormido a veces, hecho una furia en otras, escondiendo románticamente sus remolinos, a aquel río, al que antes le llaman León, no le queda más que llevarse las aguas del Minas, del Uchucay, del San Francisco, del Vivar, del Casacay, y entre manso y profundo precipitarse al mar.

Cuando la abuela me dijo tienes que “ser algo en la vida” aterricé en Cuenca. El Tomebamba era lo primero que veía al abrir la ventana del cuartito arrendado en una casa antigua en la calle Larga.

En aquellos tiempos tornábase multicolor por la ropa puesta a secar en sus riveras. Cuán correntoso era. Había un “loco genial” en El Vado. Casi junto al puente del mismo nombre improvisaba una carpa con cartones. Allí pernoctaba semidesnudo, echando un humo “chucante”. Cuando la Policía lo aprehendía, expresaba que le dejaran vivir su vida porque estaba en la mejor playa del mundo y que el río lo inspiraba.

Convertido en “reportero raso”, o eso lo creía ilusamente, anduve por otros ríos como el Yanuncay, sobre todo cuando solía crecer como solo él lo sabía hacer.

Cuántas veces he ido por el Machángara. Sea para hacer la cobertura de la “escapada” súbita de sus aguas, informar sobre las hidroeléctricas Saymirín y Saucay, de la importancia de las represas Chanlud y El Labrado, o cuando a algunos “antinaturas” se les ocurrió secar unos pantanos.

¿Por el Tarqui? También. Eran tiempos cuando un joven Pérez, entonces llamado Carlos, antes de ser concejal ya hablaba de cuidar “la agüita”.

Convertidos en el gran Paute, con el aporte de otros como el Santa Bárbara, dan energía eléctrica al Ecuador. Solo estando en las centrales, dentro de ellas, resulta estremecedor entender la importancia del agua, de los ríos, de sus represas construidas en semejantes precipicios.

¿Y ahora? Lo vemos, lo sentimos. Esos ríos como que se mueren. Sus angustias las expresan a través de sus piedras grises, de sus riberas horadadas, de sus fuentes primigenias esquilmadas, quemadas.

¿Y el hombre? Impotente. A punto de morirse de sed, angustiado por la falta de luz eléctrica, buscando sombra donde no hay, hiriendo las nubes en procura de una lágrima de agua… (O)