Las desgarradoras imágenes del infierno en Guápulo, del cerro Auqui, y de cualquiera de los siete puntos de difícil acceso desde donde Quito fue atacada, a pesar del dolor tienen algo en común: el valor y la solidaridad.
Vecinos alertas con cubetas, mangueras y palas, utilizando lo que tuvieran a mano para apagar las llamas o prevenir su avance. Buenos samaritanos dispuestos a ofrecer atención a quienes lo han perdido todo. Dueños de casas que, a pesar de ver sus sueños envueltos en llamas, clamaban por sus animales, rescatándolos como si fueran hijos.
En medio de ese dolor, se destaca el valor de quienes visten casacas y cascos rojos y amarillos: héroes que, sin capas ni aplausos, están siempre listos ante el llamado de la necesidad. Los bomberos son esos soldados de primera línea que aportan con su técnica, recursos, manos y hombros para socorrer a quienes, aunque lo pierdan todo, jamás pierden la capacidad de agradecer, y con ello, la esperanza de renacer con el ejemplo de la solidaridad recibida.
Las tragedias se miden en muertes, en pérdidas millonarias, en hashtags políticos. Sin embargo, deberían narrarse a partir de las, afortunadamente, abundantes demostraciones de valor y solidaridad de quienes, de manera desinteresada, actúan con rapidez y compromiso a pesar de las duras condiciones que el deber impone.
Estos son los ejemplos de civismo dignos de imitar. Son ellos quienes honran su vocación, sin importar fronteras imaginarias o colores que nos separan. Es el rojo de un corazón que late con fuerza ante la posibilidad de ofrecer alivio en medio del dolor, con valor y solidaridad.