Como el “Último Hielero”, hay otros

Jorge Durán Figueroa

Como el ya legendario Baltazar Uscha, que hiso de la tarea diaria de sacar hielo del Chimborazo su norte de pasión y vida, hay otros que batallan por igual, y lo harán, como aquél, hasta el último suspiro.

Baltazar hizo lo suyo. Lo que le enseñaron sus padres, y a estos los suyos. Hay miles de miles de hombres y mujeres, sencillos e ignorados, que también heredaron oficios y costumbres, y que con ellos se extinguirán.

Allí está, posiblemente, el último zapatero. En un rincón de su taller aún ofrece sus servicios para reponer las suelas, coser el cuero. De tanto esperar clientes, adormece.

Allí está el que será el último peluquero con su instrumental de antaño, que no requiere de energía eléctrica sino de destrezas; con sus sillones de madera reclinables con solo mover una palanca, a la espera de los que aún prefieren cortes de antaño y bigotes finos. Pero de qué le vale si son pocos y, como él, están viejos y calvos.

Allí está el próximo último sastre de aguja, regletas, cintas, dedales y el cuaderno de cuadros para anotar nombres y anticipos de sus clientes, entre ellos los que optaban por zurcir los pantalones rotos. Mira su vieja Singer, pero aquéllos, rara vez llegan.

Allí está el casi seguro último relojero en su taller, en medio de lupas, de desmagnetizadores, de pinzas, de viejos relojes, como los de cuerda, de aquellos que colgaban en la pared y cuyo tic tac hacía pensar que el tiempo también latía. Agacha la cabeza, mira su celular, ve qué hora es, y piensa que su oficio se extingue.

Allí está el quizás último tendero, el tendero que ofrecía, desde una aguja, brillantina, máchica, confites, hasta sardinas, arroz de cebada, fideo de casa, pescado seco, azúcar y panela. Entre su poca clientela esquiva ve pasar a miles rumbo a los supermercados, donde una “mancha humana” tiene de todo, incluyendo ruido, chatarra, pero menos contacto humano.

Allí está el, a lo mejor, último hojalatero en su taller, entre baldes, peroles, jarras, vasos, regaderas, candelabros, lámparas y espejos. Cuelgan de paredes, ventanas y puertas. Alguien lo llama para que, únicamente, le permita obtener una fotografía o le cuente sobre su oficio que ya se oxida.

Allí está, en pueblitos lejanos, el último heladero. Ya no utiliza el hielo traído de los nevados sino el industrial para elaborar los helados “rompenucas”, cuyo congelador gira alrededor de un mini tanque de madera, repleto de trozos de hielo y de sal en grano.

Y así…

Como que, en este mundo arrastrado por el tsunami tecnológico, por esa competencia insolente, mercantil y embriagadora, todo tiene fecha de caducidad. Posiblemente hasta la humanidad. (O)

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