Para quienes impulsan un juicio político debe ser vergonzante quedar mal parados; de alguna manera, hasta zarandeados por el interpelado, como consecuencia de no tener pruebas contundentes sobre las acusaciones.
Peor si el juicio está lleno de vicios legales en cuanto al procedimiento, de cambiar las causales inicialmente propuestas para esconder las reales intenciones, o de conseguir un trofeo político para exhibir en las próximas elecciones.
La formación académica del interpelado, su convicción de haber actuado correctamente en el cumplimiento de sus funciones, el apoyo del Gobierno y de una gran parte de la opinión pública, más el asesoramiento para mirar a los ojos a sus interpelantes, decirles todo cuanto se merecen y a quienes representan en el fondo, cuentan mucho para ponerlos en vereda y hacerlos sentir cuan equivocados andan por el hemiciclo legislativo.
Nadie discute sobre la atribución constitucional para fiscalizar; pero haberla degenerado hasta para cobrarse ciertas venganzas, o para medir fuerzas con un Gobierno si bien decidido, pero aún medio tambaleante en su lucha contra el crimen organizado, liderado por el narcotráfico, del cual casi no hablan, raya en lo rastrero.
Tras un juicio político sobrevienen los efectos colaterales, tanto para quienes apoyan a los proponentes, aunque sea de forma solapada, cuanto para quienes se abstienen o no asisten.
El Gobierno se creerá vencedor; el interpelado “sacará pecho” y, entre los suyos, los vulgarizará; los vencedores no aceptarán su derrota y hasta hablarán de conciliábulos; y quienes los apoyaron por una estrategia mal concebida, preferirán la vereda para tapar su turbación.
Al fin y al cabo, un juicio político no interesa mucho al gran conglomerado social; pues le bastan sus problemas cotidianos.
Esto y mucho más puede colegirse del juicio político del cual salió avante la ministra del Interior, Mónica Palencia.