Doscientos cuatro años de independencia de Cuenca no son poca cosa, ni suficiente como para no mirar con total compromiso su futuro, aun su presente.
Las ciudades no son únicamente un trazado de calles, avenidas y autopistas; un conjunto de viviendas, un cuerpo en constante expansión, un punto destacado en el mapa, o un conglomerado de autoridades, pasajeras por demás en sus cargos, sean de elección popular o designadas por el gobierno de turno.
Son, sobretodo, literalmente, el pálpito de quienes habitan en ella, la hacen, la sueñan, les duele en ciertos momentos por diversas circunstancias, la aman, les importa su historia, darían todo para verla grande, hermosa, heroica, sin ataduras ni dependiente de nadie.
Eso y mucho más es Cuenca. La hacen sus artesanos, sus obreros, sus pintores, poetas, escritores, músicos, sus agricultores, sus jóvenes, sus deportistas y artistas, sus amas de casa, sus profesionales, empresarios y emprendedores; pero también sus ríos, cerros, montañas, lagunas, páramos; su flora y fauna, y cuya comunión entre sí hacen de ella la ciudad preferida para vivir, trabajar y morir.
La ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad, la referente en varios sentidos para el resto del Ecuador, está de fiesta; y todos, los de aquí y los de allá, o los de más allá, la celebran; le renuevan su lealtad y su compromiso para verla siempre grande, próspera y atractiva, sobre todo, vivible, como pocas en el mundo.
Cuanto ha alcanzado Cuenca, en gran parte es producto del esfuerzo y sacrificio de su gente; siempre dispuesta a sumar esfuerzos, a proponer, a consensuar aun en medio de las diferencias.
Hay tantas, pero tantas razones a favor de la ciudad, y eso lo saben todos los ecuatorianos; igual quienes, de manera pasajera, están en los diversos niveles del gobierno, cuya conciencia debe golpearles cuando mediten si la están atendiendo como se merece.
A los cuencanos nadie les quita lo bien cantado, y por eso ¡Viva Cuenca!