El pasado 2 de noviembre celebramos el Día de los Difuntos, una fecha que nos lleva a recordar y honrar a quienes ya no están, pero, también es una fecha para a reflexionar sobre la huella que dejaron quienes se nos adelantaron, así como la que nosotros queremos dejar.
Aunque el Día de los Difuntos tiene un trasfondo católico, muchas de sus prácticas vienen de las antiguas culturas andinas, que veneraban a sus antepasados con rituales para mantener viva la memoria de los fallecidos. La colada morada y las guaguas de pan, por ejemplo, son símbolos que representan el ciclo de la vida y la muerte, recordándonos que nuestra historia se va construyendo con las personas que han pasado antes que nosotros. En cierto sentido, honrarlos es también agradecer la herencia que nos dejaron, desde tradiciones hasta valores, enseñanzas y recuerdos que ojalá nos saquen una sonrisa y llenen de dulzura el corazón.
También es una oportunidad para pensar en la huella que nosotros dejaremos, en cómo queremos ser recordados. Todos dejaremos historias, acciones y vínculos que hablarán por nosotros cuando ya no estemos, así pues, las lecciones de vida, los momentos compartidos y el ejemplo que dejamos son la verdadera herencia. Como decía Gabriel García Márquez, “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”, después de todo, lo bailado no nos quita nadie.
Al final, recordar a quienes ya no están no solo es un acto de respeto, sino también un recordatorio de que nuestra propia historia se entrelaza con la de aquellos que estuvieron antes, que somos parte de algo más grande, una cadena de historias y huellas que se van sumando, dejando una vida que, ojalá, inspire y marque a quienes sigan nuestros pasos. (O)
@ceciliaugalde