La semana anterior, grupos de personas salieron a las calles de Quito para protestar por los apagones. Antes, en Cuenca ocurrió lo mismo. Según ha trascendido, la reacción popular podría crecer con el paso de los días.
No es oportuno encasillar políticamente a los manifestantes; tampoco la cantidad, o el impacto de sus reclamos.
Cuando la crisis eléctrica se agudiza y hace trizas la economía, ningún ecuatoriano estará conforme. Imposible creerlo.
En sus adentros protestará en contra del Gobierno, el llamado a resolverle sus problemas más acuciantes, sin importarle las causas de los apagones, tanto los derivados por la falta de lluvias como los atribuibles a los diferentes gobiernos, y hasta a la Constitución garantista del monopolio estatal para proveer de energía eléctrica a todo un país.
Esto último, a la postre ha significado mirar por el retrovisor el progreso del Ecuador. Nuestros países vecinos se dieron cuenta a tiempo y decidieron ver al frente. He allí la diferencia.
Figurativamente hablando, una chispa encendida en medio de la oscuridad y la gente se volcará a las calles para protestar. Hasta sobrarán quienes quieran prenderla, aunque luego escondan las manos.
A ciertos sectores políticos les conviene ese viejo axioma político extremista: empujar la agudización de una crisis hasta donde más se pueda. Cosechan cuanto aspiran en medio de los escombros. Reinan sobre ellos.
El gobierno, carente de liderazgo a su debido tiempo, corre contra el tiempo, en este caso el electoral, un elemento más para condimentar la incertidumbre.
La gente quiere, exige soluciones. Su capacidad de tolerancia puede ser rebasada por la ira. Se la debe hablar dando la cara, no esquivando el bulto ni sembrando vanas expectativas.
Mientras, una especie de “populismo eléctrico” asoma en el horizonte político, igual de oscuro, como si para resolver semejante crisis fuera suficiente encender un fósforo a su vacuidad verbal.