Una que cuide cada detalle, que priorice la frugalidad por sobre el dispendio, que busque fomentar la solidaridad con los otros y con la naturaleza y sus criaturas, que cuide de la relación y fomente las mejores prácticas de sociabilidad, que desde la abnegación intente superar la incertidumbre y la crisis a través de conductas prudentes, ahorrativas, meticulosas en el uso de los recursos y de la energía. Como lo hacen ahora las familias que viven bien, como lo hicieron antes nuestros antepasados. Sin desperdiciar nada, velando por la vida y el bienestar, conscientes del cambio radical que representan estos nuevos tiempos sin energía, sin agua, definidos por la carencia y la decadencia, sin un futuro promisorio para nuestros hijos y las próximas generaciones.
Los ejemplos de lo que propongo están entre nosotros en muchos grupos y familias de las ciudades. En las comunidades campesinas y en organizaciones que desarrollan sus actividades desde la consciencia de lo finito y desde su inclaudicable compromiso de dar lo mejor de si mismos para precautelar la existencia y cuidar con inteligencia moral la vida en todas sus expresiones.
El derroche y las extravagancias que se derivan de insostenibles criterios que piensan que la felicidad de la gente está en las festividades sin control que consumen energía y recursos, no representan una perspectiva de prudencia colectiva frente al drama que vivimos. Son producto del menosprecio de la catástrofe local y de la banalización del drama ambiental y social, trágicamente evidente en los incendios devastadores y en la sequía tan larga y hostil. Son muestras de la ausencia de compromiso con la imperiosa necesidad de construir una nueva forma de vida. (O)