En el centenario de este Diario tributé homenaje, entre otros, a los que hicieron posible su trayectoria: a los fundadores que tuvieron la visión de crear un periódico que fuera la voz de los cuencanos, y, a los que tomaron las riendas para convertirlo en un espacio de encuentro de la sociedad, un foro de debate y discusión, un lugar en donde los ciudadanos sean escuchados y las historias contadas. También saludé a los columnistas, periodistas, empleados y trabajadores, auspiciantes, canillitas y lectores.
Sin falsa modestia juzgué que no era merecedor de parabienes de generosos leyentes, porque soy consciente de ser simplemente un honesto representante del pueblo que, desde esta columna trato de encender el alma de los lectores para su dignificación y demanda de derechos, insinuando cumplir con sus obligaciones. Uno de ellos me llegó a las partes más profundas y sensibles de mi ser y dejé reposar mis emociones para referirme con posterioridad. Hoy lo hago.
Era un médico especialista que laboró hasta su jubilación en el hospital más sonado de la ciudad, ahora sigue en una reputada casa de salud privada. Entre otras frases, decía: “… me trae nostálgicos recuerdos de mi niñez, cuando mi padre era conserje y yo un canillita de El Mercurio…” y asumía que ellos también son parte de la historia del periódico. ¡Sin duda!, por ello mi reconocimiento fue también para ellos y otros que trabajaron detrás de escena, sin buscar la fama ni el reconocimiento público.
Admiración por su autenticidad y humildad, virtudes pregonadas por muchos y abjurados por ellos mismos. Usted, estimado esculapio, enseña que la autenticidad en la ciencia, el arte y la vida misma dignifican y salvan al hombre, porque es mejor y más honesto y más hermoso la desnudez que el ropaje encubridor de fútiles vanidades. Además, hace gala de humildad y modestia, raros dones de los mortales y más aún de los resentidos sociales.
Posdata: ¿Recuerda colega-amigo, aquella noche sombría que, al retornar a medianoche de la inauguración del edificio de la Empresa Eléctrica de un cantón del sureste de la provincia, al entrar a una pulpería para comprar una “caminera”, un enajenado minero se acercó y, sin más, me apuntó en la cien con su revólver y, usted, por suplicarle no aplaste el gatillo, el malandrín cambió la dirección del arma a la suya? Un certero golpe al maleante hizo que se desplome y el arma brinque de su diestra… ¡Quizá todavía conserve el trofeo de nuestras vidas! (O)