La Justicia vive su pesadilla de siempre entre las manos de quienes a toda costa quieren acorralarla.
Lo demuestra el siempre fallido concurso para designar jueces y conjueces de la Corte Nacional.
“Meter las manos en la Justicia” ya no es una muletilla. Es regla general. Lo es desde siempre; pero con mayor descaro desde cuando el país recuperó la democracia.
Un gobernante hasta pidió permiso para hacerlo “por última vez”. Sobrevino, entonces, la creación del Consejo de la Judicatura, donde todo se cuece al vaivén de los más oscuros intereses.
Se pierde la cuenta del tiempo desde cuando se convoca a tal o cual concurso, abrillantado con la designación de “veedurías” y de otras novelerías para pretextar transparencia.
Las impugnaciones funcionan de inmediato en contra de los aspirantes a “veedores”, una mescolanza de otros intereses; luego las acciones de protección, cuando no de denuncias en contra del proyecto de Reglamento.
De esa forma el ovillo se enreda más y más. Si el concurso está en marcha, sobrevienen otras acciones y argucias, y, finalmente, como si fuera una elección barrial, se le declara nulo, de nulidad absoluta, insanable.
Tres ciudadanos, escogidos a hurtadillas por la clase política, tras informes jurídicos y otras consideraciones no explícitas, echan abajo el concurso, y punto final.
Así, la pretendida renovación de la Corte, como ocurre con otras instituciones, va de tumbo en tumbo. Es la oportunidad para la mediocridad, el oportunismo y los “recomendados”.
Los profesionales académicamente bien preparados, con experiencia, sobre todo, éticos, no querrán participar para no pasar vergüenza si no tienen el visto bueno de quienes, tras bambalinas, quieren controlar la Justicia.
Ahora se arma otro concurso. Lo organizan quienes dentro de pocos meses dejarán sus cargos. Sus sucesores podrían no continuar y dar lugar a otro, si bien provendrán de la misma matriz política, el primer paso para “que todo cambie, sin que nada cambie”.