Hernán Abad Rodas
Cada diciembre los católicos celebramos el nacimiento de Jesús, quien vino a este mundo a pregonar un mensaje de paz, amor y justicia, a hacer del corazón del hombre, un templo, de su alma un altar y de su espíritu un sacerdote.
Las sagradas escrituras dan a entender que: María durante su embarazo, solía hacer paseos por los prados, y cuando regresaba traía en sus ojos una belleza encantadora y un hondo dolor.
Al nacer Jesús, María le dijo a su madre: no soy sino un árbol cuyas ramas aún no fueron podadas; observa este fruto de mi vientre.
En sus ojos se reflejaba sorpresa, y su pecho estaba agotado; tenía abrazado al niño cómo la concha atesora a su perla.
Pasaron las estaciones, brillaron las lunas, y llegó Jesús a la pubertad. Dicen que era un niño alegre; reía mucho y nadie se animaba a reprenderlo, no obstante, el peligro al que muchas veces se exponía, era pequeño frente a su fortaleza e intrepidez.
Jesús crecía como una preciosa palmera en un bello jardín, y cuando llegó a los 19 años era un joven muy gallardo. Sus ojos eran dulces y llenos de asombro del día.
Su boca tenía la sed de un rebaño frente a un arroyo cristalino. A menudo su madre le seguía los pasos para oír sus palabras y en ellas escuchar a su espíritu.
Se me ocurre creer que Jesús, con la fuerza de su serenidad maravillosa, llegaba hasta los males más hondos que padecen todos los seres que viven bajo el sol, mitigando esos dolores, fortificando y ayudando, no sólo con su sabiduría, sino señalando el camino de su propia fuerza para levantarse y despojarse de sus males y angustias.
Los católicos vivimos días de Navidad, donde el corazón de la vida es un remanso sereno, iluminado por astros firmes y eternos; noches en que, buscando el descanso en el sueño, escuchamos la voz del cielo que llama a los ángeles para hablarles de paz justicia y amor.
Es Navidad, el hombre despierta de su profundo sueño, las almas de los cristianos en ALAS DE LOS RECUERDOS vuelan hacia el pesebre de Belén.
Desde mi infancia, para mí Jesús, era como una primavera para mis sueños; llenó de alegría mi corazón infantil, en tanto yo crecía como la violeta, deslumbrada y avergonzada ante la luz de su advenimiento.
Jesús de Galilea vive en cada una de nuestras almas, es el hombre que se elevó sobre todos los hombres, es el espíritu que llama a las puertas de nuestro espíritu. (O)