El país necesita conocer cuanto antes el desenlace de las investigaciones sobre la desaparición de cuatro menores de edad, ocurrida en Guayaquil.
No hay palabras para describir la desesperación de los padres de aquellos niños, retenidos por una patrulla militar, la única certeza por el momento.
Cuanto ocurrió luego, forma parte de la trama cuyos entresijos los investiga la Fiscalía.
Mientras no se desenrede esa trama y brille la verdad seguirá la incertidumbre, no únicamente en el seno de sus respectivas familias, de sus amigos, sino en el de la comunidad de la cual son parte; repetimos, en todo el país.
Ojalá, como en casos similares ocurridos en otros tiempos, en especial cuando los involucrados son miembros de la Policía y de las Fuerzas Armadas, no se contaminen las investigaciones con el consabido “espíritu de cuerpo”, o mediante otras argucias, en busca, a lo mejor de silencio e impunidad.
No nos estamos anticipando a lo peor. Para nada. Todos los queremos volver a ver con vida.
Lamentablemente, el caso se ensombrece con elucubraciones de toda índole, con supuestos, con displicencias y hasta con cierta parsimonia, sobre todo cuando se hizo pública la desaparición.
Hay algo peor: el aprovechamiento de la angustia de las familias de los menores por parte de ciertos sectores políticos, muchos de los cuales no tienen calidad moral para actuar como lo hacen. Ellos muy bien saben las razones; pues, como dice la sabiduría popular, “tienen rabo de paja”.
Como coletazo, sobrevienen en cascada las críticas al Ejército, a sus procedimientos en casos en los cuales, únicamente, según se dice, debe acompañar a la Policía para luchar contra las bandas del crimen organizado, denominadas como terroristas por el Gobierno.
Investigaciones diáfanas, llevadas con celeridad; impedir el manoseo polítiquero del caso, son varias de las premisas a exigirse. Los niños deben regresar vivos a sus casas. Esta es la exigencia mayor.