Hay hechos que por más vueltas que les demos, no tienen justificación; existen líneas que no se cruzan; valores que no se negocian; y cuando comenzamos a encontrar excusas para lo inexcusable, empezamos a perder nuestra humanidad.
La vida humana no tiene precio. Este principio no es un lujo de sociedades avanzadas, sino la base mínima de convivencia, no importa quién sea la víctima ni cuáles sean las circunstancias; justificar la violencia extrema o la muerte deliberada es abrir una puerta peligrosa. El filósofo Primo Levi habla de cómo la deshumanización de los “otros” es el primer paso hacia el sufrimiento colectivo. Lo que empieza con una justificación, por pequeña que sea, puede desbordarse y llevarnos por caminos oscuros. Así, el respeto por los derechos humanos no debe ser negociado, no importa cuán difíciles sean las circunstancias, no podemos permitirnos caer en la trampa de la justificación de atrocidades.
Algunos dirán que el contexto importa, que hay factores atenuantes. Pero cuando normalizamos que un grupo o individuo decida quién vive y quién no, entramos a un punto sin retorno. Hoy es un caso; mañana, será alguien más, y cuando nos demos cuenta, será demasiado tarde para actuar.
La indignación frente a la injusticia no es una cuestión de ideología; es una cuestión de humanidad. No podemos medir el valor de una vida según las circunstancias, lo que está mal, está mal, sin matices. Una sociedad que permite la barbarie, incluso en nombre de la seguridad o el orden, está condenada a desmoronarse desde dentro.
Si algo nos enseña la historia es que la dignidad humana no debe ser jamás puesta en duda ni justificada en ningún momento; al hacerlo, no perdemos solo a las víctimas, sino a nosotros mismos. (O)
@ceciliaugalde