Hoy le decimos adiós al 2024. El tiempo es eterno. Pero el hombre, para poder asumirlo, lo ha dividido. De allí tenemos los años, parcelados en 365 días, lapsos durante los cuales todo puede pasar.
Muchos, quizás todos, nos habremos dado tiempo para hacer un inventario de cómo nos ha ido en lo personal, en lo familiar, como país. En fin.
El simple hecho, aunque no lo es tanto, de llegar vivos al final del año es ya una gracia, una gracia divina para los creyentes.
Algunos no habrán podido encontrar un trabajo estable. A lo mejor optaron por la informalidad. Otros emigraron en busca de mejores oportunidades.
Muchos habrán conseguido sus metas en los estudios, en sus proyectos de vida. Habrán recuperado su salud y la de los suyos, vieron llegar a un buen amigo, a un familiar; vivieron en paz consigo mismo, superando obstáculos y adversidades.
Como país, 2024 puso a prueba la paciencia de todos en varios aspectos. El más impactante, sin duda, los apagones. De sus consecuencias no vale recordar.
Otro, igual de demoledor es la inseguridad. Su alcance irracional, a veces hasta demencial, sigue vigente pese a los esfuerzos del Gobierno para, por medio de la Policía y el Ejército, enfrentar a decenas de grupos de delincuencia organizada, de los cuales son parte miles y miles de sujetos, enemigos de la paz social.
Varios inocentes perdieron la vida en 2024 en calidad de víctimas colaterales. Y, lo más doloroso, la “desaparición forzada” de cuatro niños. Sin duda, un hecho conmovedor y de impredecibles consecuencias.
Otros sufren la crueldad de las extorsiones o “vacunas”. Los casos de corrupción tampoco faltaron; igual la lucha política sin sentido. La polarización se afianza, y algunas ofertas de los elegidos por el pueblo se esfumaron.
Persiste el desempleo, la inequidad social, los recursos del Estado cada vez son menos frente a las tantas necesidades colectivas.
Queda, como siempre, la esperanza en 2025.