Que el 2025 nos permita llegar respirando y caminando para recibir el 2026.
Que el cumpleaños de cada quien, en la fecha que nos corresponda, lo celebremos, si es en compañía de alguien, mejor; si es a solas, mucho mejor.
Que no nos falten las alegrías, sobre todo las que nos brinda cada amanecer. No importa si es al dejar la cama o que la aurora nos sorprenda caminando por una calle sin final. Esperando a alguien, aviando a alguien.
Que tampoco nos falten las nostalgias. Una vida sin ellas se torna aburrida, como que sin sentido.
Que los recuerdos nos aruñen cada día. No importa si para eso debamos rumiar, sea bajo el alar de la casa o junto a un papel en blanco, la tembladera de piernas cuando dimos los primeros pasos con la ayuda de mamá, el aula de la escuela, las primeras broncas con los amiguitos, las obsesiones amorosas, los amigos que aún quedan en pie, incluso a los que cumplieron su ciclo de vida, y ya convertidos en osamentas esperan a que se cumplan los nuestros.
Que nunca nos falte el gusto por vivir intensamente, así el absurdo nos sorprenda con cualquiera de sus fantasmas y designios; que crucemos por los senderos de la vida como aquel gusano que, contorneándose, cruza el camino sin intuir que puede terminar en el buche de un gorrión o bajo la suela de un zapato.
Que jamás renunciemos al espejo, ese mudo cristal que nos revela el paso inexorable del tiempo. También las rúbricas manifiestas de todo cuanto ocurre dentro de nuestros cuerpos, sostenidos por alrededor de 206 huesos, algo más de 650 músculos y billones de células, funcionando casi al unísono gracias a ese hálito insuflado por el Arquitecto del Universo, pero que tiene fecha de caducidad, solo que no la sabemos. Si la supiéramos, el mundo fuera un manicomio.
Que nunca nos rindamos por la esperanza de reencontrarnos con ese amigo al que no lo vemos 20, 30, 40 años; con ese excompañero de escuela, de la barriada, con aquel cómplice de nuestras andanzas, y hasta de reencontrarnos con nosotros mismo, como quien entendemos que no seremos los únicos en el Universo; y si lo fuéramos, habría razón para atribularnos.
Que jamás desdeñemos de la compañía de un gran libro, un libro que nos golpee el alma, que nos descoloque. Que nunca dejemos de tararear, aunque sea en silencio, la canción que más nos gusta. Que no dejemos de creer en la poesía. Que no perdamos la fe en el ser humano, aun en los organismos unicelulares.
Cumpliendo una pequeña parte de esta “deseología” a lo largo de 2025, no habremos vivido cual trozo de arena en el desierto. (O)