Corresponde a los electores sacar conclusiones del debate entre los 16 candidatos a la presidencia de la república, comenzando por dilucidar si fue un debate propiamente dicho, un panel o un conversatorio televisado.
Los aún indecisos dirán si lo expresado por los presidenciales vale como para decidirse por uno de ellos.
Quienes ya tenían decidido su voto, ¿les sirvió como para desencantarse y optar por otro?
Para algunos, el debate a lo mejor resultó frívolo, cansino, sin pizca de profundidad sobre los tres ejes planteados; o lo mismo de siempre: palabras sueltas, vaguedades dichas con alguna solemnidad, desconocimiento casi total de los grandes problemas nacionales, o asumidos como si para resolverlos fuera similar a “soplar botellas”.
Otros lo verán como la oportunidad desperdiciada para conocer el siempre preterido cómo y cuándo. Hasta habrán quedado con la intriga de, por ejemplo, saber si conviene o no bajar el IVA; si vale seguir con la misma Constitución; cómo mismo actuar ante la explotación de los recursos naturales si de por medio están los derechos de la naturaleza…
Verlos tomarse la lección entre sí, “sacarse los cueros al sol”, esquivar el bulto de sus mentores políticos, demostrar quién es más Rambo ante la narco delincuencia, o dice tener la vara mágica para poner pan, trabajo y paz ni bien asuma el poder, quizás valió para diseccionar su demagogia y hasta vanidad.
El formato no contribuyó para satisfacer las reales expectativas de los electores, peor por la cantidad de candidatos y los tiempos reducidos a 90 o 25 segundos.
Por su gravedad, los problemas del Ecuador no están como para tratarse encima, encima, peor con la concurrencia de una especie de magos, menos de aspirantes a comandar un país considerado como narcoestado, supra endeudado, con más de 5 millones de pobres, de desempleados, donde la lucha política se ciñe a defender intereses mezquinos y corporativistas, a repartos oscuros, a copar las instituciones de control, y hasta a desestabilizar.