La reciente actuación del Consejo Nacional Electoral (CNE) al aclarar la obligatoriedad del debate presidencial fue una muestra de celeridad institucional que, lamentablemente, contrasta con su pasividad en otros aspectos esenciales del proceso electoral. Temas como las licencias electorales y los encargos vicepresidenciales continúan sumidos en la ambigüedad, dejando espacio para interpretaciones a conveniencia y evidenciando la fragilidad de las instituciones que deberían garantizar la transparencia y el cumplimiento de las normas.
Aunque el debate presidencial se llevó a cabo con la participación de todas las candidaturas, el marco institucional sigue dejando mucho que desear. La ausencia de un pronunciamiento claro y oportuno por parte de la Corte Constitucional ha permitido que las reglas del juego se manipulen como si fueran meras sugerencias. En una democracia funcional, no hay espacio para árbitros ausentes ni para vacíos legales que puedan ser explotados por intereses particulares.
Más allá de las licencias y los encargos, otro problema subyace en el formato del debate presidencial. Si bien es loable el esfuerzo por ofrecer un espacio para contrastar propuestas, el diseño actual es ineficaz. El elevado número de participantes no solo diluye el contenido de las intervenciones, sino que también dificulta el análisis profundo de las propuestas que realmente tienen viabilidad. Esto genera un escenario superficial, más cercano a una exhibición que a un ejercicio de deliberación democrática.
Es imperativo reformular el formato. Debates en grupos, basados en criterios de viabilidad política o popularidad según estudios estadísticos, podrían ser una solución. La normativa electoral ya contempla herramientas que eliminan la necesidad de una segunda vuelta en ciertos casos, lo que abre la puerta a regular también la participación en los debates. No se trata de excluir arbitrariamente, sino de diseñar un espacio donde las propuestas se confronten de manera efectiva y el electorado pueda identificar las opciones que realmente responden a las necesidades del país.
Si las instituciones no logran definir y hacer cumplir reglas claras, el proceso democrático seguirá viéndose empañado por la incertidumbre y la desconfianza. La democracia exige reglas del juego precisas, árbitros presentes y una estructura que sirva al electorado, no a quienes buscan acomodar las normas a sus intereses.