
El caso de la vicepresidenta Verónica Abad, a más de ser único en estos últimos cuarenta años de democracia, trascenderá como un episodio amargo y grotesco, una mezcla de bajas pasiones, del cálculo político, de ajustes del cronómetro judicial a los tiempos electorales; en fin, de alguna forma hasta vergonzoso.
La enemistad manifiesta, si bien nadie sabe el trasfondo, entre ella y el presidente Daniel Noboa, ha llegado a los extremos, incluyendo el de violentar la Constitución en lo relacionado al encargo del poder cuando se opta por la reelección.
En esa lucha sin cuartel han intervenido altos funcionarios del Gobierno, entre ellos algunos ministros de Estado, en varios casos por lealtad con el presidente, así no les asista la razón, como ocurrió con la ministra del Trabajo.
La vicepresidenta, dolida en su fuero interno al ser tratada cual si fuera un maniquí, ha respondido, no solo al presidente, también a sus ministros, y hasta los ha encausado o ha pedido su juzgamiento ante la Asamblea Nacional.
En ese ir y venir de actuaciones, de declaraciones, de lucha por el poder, de parte y parte habrían surgido “excesos”, incluyendo los verbales, motivo suficiente para mutuamente denunciarse ante el Tribunal Contencioso Electoral (TCE) por violencia política de género, otra de las novedades impuestas en el marco jurídico del país.
Abad ha corrido con la peor suerte. Un juez del TCE acaba de suspenderla por dos años los derechos de participación política, multarla con USD 14.100, aunque no la destituye del cargo, y le obliga a pedir disculpas a la presunta agraviada.
Un candidato escoge a su binomio sin saber ni siquiera quién es; la otra acepta la candidatura sin saber a qué árbol se arrima. Las consecuencias están allí.
Fruto de ese “matrimonio político” contra natura, el país observa una lucha maquiavélica. Sus intersticios podrían ser materia prima para la próxima Asamblea Nacional si Noboa resulta reelecto. Lo veremos.