
La política sucia está imperando en el Ecuador. Quienes la practican le deshonran. Se deshonran a sí mismo.
En otras épocas, su ejercicio tampoco fue un santuario; pero cuanto ocurre en estos tiempos es indignante.
Nadie, en su sano juicio, puede aceptar el lodazal al que han convertido a varias instituciones públicas, supuestamente creadas para conseguir el bien común, el imperio del estado de Derecho, de la Justicia auténtica, de luchar contra la corrupción, por la equidad social.
No todos quienes ejercen la política, ni sus organizaciones, deben ser metidas en aquel mismo saco. Sería injusto, aberrante.
Haber descubierto en chats de un teléfono celular, propiedad de un alto ex funcionario de una entidad cuyo control es asunto de vida o muerte, revela, aunque ya no asombre, la estrechez ética, el rol pandillero y hasta mafioso de una organización política.
Aquella entidad, supuestamente integrada por personas sin filiación política, siempre estuvo inmersa en el escándalo, dirigida por personajes de triste recordación, y de otros avivatos cuyo rol bajo la mesa no era sino remar a favor de la organización a cuyas filas se deben, y cuyo objetivo soterrado era y es dominar en todo, quien lo creyera, hasta en la institución encargada de controlar el lavado de dinero sucio, a lo mejor hasta para permitirlo.
El hecho de llamarse por medio de alias, puestos por ello mismo, amparándose en los recovecos encriptados de un teléfono celular, sobrepasa lo grotesco, cae en lo delictivo, con lo cual enlodan a la política y arrinconan al país al despeñadero de lo inmoral.
Solo en el mundo del delito cunden los alias, precisamente para tapiñarse, en el caso comentado para asaltar las funciones claves del Estado, para pedirse favores a cambio de, en especial para armar el tinglado y poner al país bajo sus sobacos.
Si los políticos, no todos claro está, prefieren ser llamados por sus alias, opten por dirigir las porquerizas, no al Ecuador.