Denuncias, apoyo entre violentos, guerra de declaraciones, amplificadas sin contexto por algunos medios; idas a “territorio” para condolerse de la desgracia ajena, aprobación de proyectos de ley, aparentemente justos, pero con otros objetivos; dubitaciones sobre si se encarga o no la vicepresidencia de la república, actuar por unas horas como candidato, otras como presidente, dimes y diretes tras el debate, son parte del jolgorio electoral a pocas semanas del día decisivo.
A eso se va reduciendo la lid electoral. Entre los candidatos a la presidencia, comandados por sus organizaciones políticas, se profundiza la campaña de descrédito, de los miedos representados tanto en el uno como en el otro, ni se diga la polarización y, por consiguiente, la intolerancia manifiesta entre sus respectivos partidarios, opositores, amigos y enemigos.
Cada grupo político hace fila en la Fiscalía para ponerse denuncias mutuamente. No importa si algún día las investigaciones derivan o no en acusaciones y eventuales procesos judiciales.
Les interesa hacer bulla, macharse el uno al otro, despertar sospechas y suspicacias en el electorado, y dar material a las redes sociales, donde todo se vuelve fanesca indigerible.
La guerra electoral llega incluso a la Asamblea, donde los bandos políticos aprovechan del mínimo traspié, sea del gobierno, sea de su oponente.
Al final todo vale, según su miope visión de país y su gula insaciable por el poder. Uno por continuar en funciones. Otro por recuperarlo, asumiéndolo como su última oportunidad.
Muchos anhelarán el final de la campaña, si bien corta, pero vaciada de contenidos; llena, sí, de zancadillas, de echarse lodo; acaso pensada para elegir al menos malo, al menos autoritario, al menos manipulable, al así no me guste pero voto por él, menos por quien ha sido y es su fantasma.
En tales circunstancias, el país vuelve a ser preterido, a esperar un golpe de suerte como quien cambia su suerte.