Vaya hartazgo de la política con el que terminamos a las elecciones. No es un hartazgo de la democracia en sí, sino de esta versión ruidosa, áspera, agotadora, hartazgo de este circo polarizado en el que hemos pasado los últimos meses. Discutimos, defendemos posturas con furia, nos decepcionamos con las opciones disponibles, y llegamos a las urnas con una mezcla de apatía y responsabilidad, para el lunes, despertarnos con el peso de los resultados y la certeza de que la tensión no terminó, solo cambió de forma.
Este cansancio democrático puede ser el precio de aún poder elegir, después de todo, como dijo Winston Churchill “La democracia es el peor sistema de gobierno, excepto por todos los demás que se han inventado”, pero aquí se siente con una intensidad especial, porque además de elegir en medio de la polarización, lo hacemos con la economía en vilo, mucha inseguridad y el ánimo nacional al borde de reventar.
Y sin embargo, el día después llega, lleno de memes, con análisis apresurados, con felicitaciones que no suenan del todo sinceras y con silencios que lo dicen todo. Con un bando triunfalista, y uno derrotado, con resentimientos, decepción, arrepentimientos y acusaciones, con la necesidad de una guía no para elegir mejor, sino para convivir mejor.
Recordarnos que nadie, absolutamene nadie, tiene el monopolio de la verdad, que pensar diferente no nos hace enemigos, que una discusión política no debería tener el poder de destruir vínculos familiares o personales. La democracia se construye en lo cotidiano, en lo que hablamos (y callamos), en lo que exigimos y en lo que estamos dispuestos a hacer, porque si algo nos ha enseñado este proceso, es que cuando dejamos que hablen solo los extremos, perdemos todos. (O)