Quizá por eso es tan difícil escribir sobre el amigo que ha partido. Porque las palabras, en estos asuntos, son como las personas: se pueblan de nostalgia, se esconden, se resisten a la ausencia, se agazapan entristecidas en la memoria. Y es entonces cuando hay que recordar. Recordar (del latín re – cordis), que significa volver a pasar por el corazón. Recordar con una sonrisa de gratitud los momentos, la alegría, la entrega y la generosidad de aquellos que dejaron a su paso un camino de ternura y paciencia infinita.
Yo no lo conocí, es verdad. Pero conozco a muchos que sí. Y por su boca sé que se llamaba Oswaldo Arévalo y era médico, uno de aquellos, hoy cada vez menos, que honraron su vocación, cumpliendo a cabalidad ese maravilloso juramento Hipocrático que manda velar y respetar la vida desde su comienzo hasta el último suspiro. Y es aquí cuando uno reflexiona sobre la insondable misión del médico, el conservar la vida, el luchar contra la muerte aún a sabiendas de que es la frontera final e inevitable por la que todos cruzaremos. La utopía de buscar lo inalcanzable, la causa perdida que, precisamente por eso, se empapa de coraje y nobleza. Allí, dando la cara, ganándole un día más a la hora del ocaso, una hora, un minuto acaso. Allí firme junto a sus viejitos (no cabe aquí, por frio y solitario, lo políticamente correcto del adulto mayor). Junto a sus viejitos, lo diré de nuevo, en medio de todos aquellos luminosos espíritus que forman la Fundación Santa Ana.
Yo no lo conocí, pero conozco, eso sí, a otros dos ángeles que rondan los mismos pasillos. El uno hace las mejores hamburguesas del mundo, el otro me debe subirnos el Cotopaxi. En fin, no lo conocí y eso me apena, porque hay que conocer la gente buena, vertical y generosa, para aprender de ellos y sus vidas ejemplares. Hoy a partido a reunirse con su gran amor, allá en el Oriente Eterno. Yo no lo conocí y, sin embargo, le hago este homenaje a través del cariño de los que lo quisieron tanto… (O)
