Fiscalizar y legislar son las labores de un concejal, como lo son las de un asambleísta. Lo dice la Constitución.
Eso lo saben Alcaldes, Prefectos, el Presidente de la República. Y con mucha mayor razón si antes de llegar a esos cargos, fueron concejales o asambleístas, e hicieron de estas funciones el pedestal para alcanzarlos.
Hubo candidatos a las alcaldías – en el caso del Azuay ni se diga- cuyas propuestas y discursos apuntaban a transparentar su gestión; a permitir ser fiscalizados, no sólo por los concejales, sino hasta por el pueblo, disponiendo y actualizando toda clase de información como lo dispone la ley.
En un país donde la corrupción parece ser la regla y no la excepción, se entregan contratos “a dedo”, se elaboran los tan publicitados “términos de referencia” para favorecer a una predeterminada persona natural o jurídica, la fiscalización es el única manera de decapitar estas malas prácticas.
Y para apuntalar esa labor están los diversos órganos de control, la Justicia incluida.
Algunos alcaldes, en estas últimas semanas, lejos de permitir la fiscalización, de exigirla incluso si no hay nada oculto, denuestan a los concejales, ponen trabas a la entrega de información, cuando debe estar disponible en las páginas web, o a hacerse las víctimas, demostrando hasta falta de modestia.
Vaya tamaño cambio de comportamiento. Esto para cualquier político es un lastre. Peor si se deja llevar por la burbuja populista, cierta prepotencia, cuando no por el endiosamiento del poder, tan pasajero como la vida misma.
Direccionar los contratos contraviniendo la ley, así sea para festejar a las ciudades, aun con actos de farándula, y peor si es para hacer a un lado a actores locales, es reprochable.
Y si ese tufo trata de ser fiscalizado, denunciado por los concejales, bien por la transparencia.
Un buen Concejo hace un buen Alcalde. También a la inversa. Pero sin fiscalización las dos partes se derrumban.
