El clima de seguridad en Cuenca, no del todo por supuesto, no debe llevar a las autoridades encargadas del control y la prevención a confiarse.
En solo diez días han ocurrido seis muertes violentas. Algunas son víctimas colaterales.
Esto genera preocupación en todos los ámbitos, e independientemente del sector de la urbe donde se habite.
Según la Policía, aquellas muertes responderían a la “pugna de poder” en uno de los grupos de delincuencia organizada, considerado el más temido en el país, y ha hecho de Cuenca uno de sus centros de operaciones.
Trece supuestos miembros de esa banda delictiva fueron sentenciados. Tres de ellos son los cabecillas, cuyo don de mando, al ser descabezado, genera la disputa interna.
Esta es una arista visible en el mundo delictivo, a más de las divisiones internas como consecuencia de las disputas por los territorios en los cuales delinquen; igual por los malos repartos y otras desavenencias. Esto origina el ajuste de cuentas a sangre y fuego.
La Policía lo sabe, y, por lo mismo, la prevención debería ser la primera medida para, en cuanto le sea posible, evitar tan cruentas reacciones, además de causar zozobra, miedo y pánico en la población.
Los delincuentes, incluso sus familiares, también migran dentro del país, con razón si tienen a sus miembros en las cárceles de las ciudades a las cuales arriban.
Igual migran quienes pagan sus condenas, pensando ponerse a buen recaudo en ciudades distintas
Cuenca no sería la excepción entre las urbes escogidas por las bandas criminales, no solo para delinquir, sino para esconderse.
Lo hacen, por lo general, localizándose en barrios periféricos.
Es necesario repensar el control, en especial la prevención, la debida articulación entre las autoridades, sopesar los resultados (¿…?) de los dispositivos de seguridad instalados en las vías interprovinciales.
Urge actuar antes; no esperar ni actuar cuando los hechos criminales se consumen.