La justicia ha hablado. Después de años de audiencias, titulares y silencios cargados de perversa sospecha, Paúl Granda ha sido declarado inocente del delito de delincuencia organizada, en un proceso que nació bajo la sombra de la persecución política. La sentencia no solo tiene un valor jurídico: representa la reivindicación de un funcionario que, como varios en el país, terminó pagando el alto precio de servir al Estado en tiempos en que la justicia se usa como campo de batalla política. El proceso penal, iniciado por presuntas irregularidades en convenios del IESS, nunca logró probar ni su participación ni su responsabilidad sobre las decisiones investigadas. La evidencia, como lo determinó el tribunal, fue insuficiente.
Pero las consecuencias de un proceso así trascienden los expedientes. Durante estos años, Granda —exalcalde de Cuenca, exministro, exfuncionario público— vio cómo lastimaban su nombre, su trabajo y la tranquilidad de su entorno familiar. Ser acusado en un clima donde la sospecha vale más que la prueba y donde el juicio mediático antecede al judicial, perjudica no solo una carrera sino una reputación construida a pulso. En Ecuador, la persecución política se ha vuelto una herramienta peligrosa: se la invoca con ligereza en redes y titulares, pero su impacto real mina las bases mismas de la convivencia democrática.
El derecho penal no puede ser el refugio de la venganza ni el escenario donde se ajustan cuentas políticas. El principio de presunción de inocencia —tan citado y tan poco practicado— implica reconocer que la justicia no puede ser espectáculo, ni el fiscal un actor político, ni el tribunal un escenario para tranquilizar la opinión pública. Cuando el sistema judicial cede ante la presión del momento, deja de proteger al ciudadano y se convierte en cómplice del odio. Y ese es un punto de no retorno: cuando el miedo sustituye a la razón, la democracia se resquebraja.
Hoy, Paúl Granda y su familia recuperan la paz jurídica, pero no el tiempo perdido ni los años de incertidumbre. Nadie devuelve las noches de desvelo, los amigos que se alejaron o las miradas de sospecha. La justicia, incluso cuando llega, no repara el daño simbólico ni emocional. Por eso este fallo no debería entenderse como una excepción sino como un llamado urgente a revisar la forma en que se usa el poder judicial en Ecuador. Que el sistema deje de ser instrumento del odio y vuelva a ser garantía de derechos. (O)
@avilanieto