La adultescencia se ha convertido en un fenómeno cada vez más visible: adultos que, pese a haber alcanzado la edad cronológica de la madurez, mantienen comportamientos propios de la adolescencia, como evitar compromisos, buscar gratificación inmediata o aferrarse a una identidad juvenil. Se puede interpretar esta tendencia como simple inmadurez. No obstante, la adultescencia es el reflejo de una sociedad que no preparó a sus jóvenes para asumir responsabilidades reales y envía mensajes contradictorios sobre lo que significa crecer.
En un entorno saturado de estímulos rápidos, consumo constante y promesas de bienestar inmediato, no sorprende que algunos adultos eviten decisiones que requieren esfuerzo sostenido. La cultura actual insiste en “vivir el momento” y glorificar lo juvenil, mientras desvaloriza la paciencia, el sacrificio y la constancia. En este contexto, la adultescencia se vuelve casi una respuesta lógica: ¿cómo esperar madurez plena en una sociedad que evita hablar de límites, posterga el compromiso y celebra la inmediatez como si fuera un derecho?
Pero este fenómeno no es inofensivo cuando sus implicaciones alcanzan al desarrollo individual y social. Cuando los adultos postergan compromisos laborales, afectivos o económicos, se debilita la estabilidad de las relaciones, se dificulta la planificación colectiva y se pierde la noción de responsabilidad compartida. No se trata de renunciar a la alegría o a la espontaneidad, sino de comprender que la adultez exige una construcción ética que va más allá del deseo inmediato.
Por ello, considero importante replantear la manera en que se acompaña la transición hacia la madurez. Las familias y las instituciones educativas deben promover habilidades como la toma de decisiones, la regulación emocional y la autonomía. La adultescencia no desaparecerá ignorándola; se transformará si ayudamos a las personas a descubrir que la responsabilidad no es una carga, sino la condición que permite vivir con mayor libertad, estabilidad y propósito. (O)
