Es ya conocida. La llevamos junto a nosotros por más de un año; de hecho, nos acercamos al segundo año de que ésta se convirtiera en una especie de amiga ideal. De las que ya quedan pocas, que acompañan siempre y caminan junto a uno de manera incondicional.
Está por todo lado. No se aleja del lugar a donde vamos. Tiene una presencia perenne y no hay fórmula hoy que nos haga olvidarla. Es más, nos podemos olvidar las llaves, la cartera, el esfero, los documentos del trámite, pero no la mascarilla, eso sí que no, aquella se va a todo lado con nosotros. Si la olvidamos regresamos por ella. Y si ella nos olvida, de seguro nos espera en el mismo lugar.
El mundo se acerca a una segunda Navidad con restricciones, aunque menores por el momento, pero a la final restricciones frente a las conocidas formas de celebrar el encuentro entre familia y amigos. Los cambios durante este tiempo se miran por todo lado; entre los cuales hoy se ha convertido en prioritario la cercanía, paz y encuentro con el otro. Así, el vértigo asumido en una sociedad líquida, ha tenido que encontrar pausas y relevos a la práctica acostumbrada de la prisa sin reflexión.
Pero más allá de las razones de sanidad pública que llevaron a usar la mascarilla; queda la urgente mirada por lo que ésta dejó. Una sociedad silenciada y escondida ante las circunstancias que rebasan nuestra propia realidad. La urgencia por reconciliar el ayer con el futuro y frenar a un mundo que había desafinado su sentido de humanidad. La mascarilla recordó la necesidad de volver a respirar, a tener vida, pero estando vivos más allá de los latidos del corazón. A que el corazón pueda de nuevo hablar sin tropiezos y sin los límites de la excepcionalidad. A saltar y reír. A correr sin estorbos para la meta conquistar.
La mascarilla a la final no ha sido tan mala. Ojalá pronto entendamos todos el sentido de la vida y de estar vivos para al fin dejarla de usar. (O)
