El susurrar de la seda

Alberto Ordónez Ortiz

Buscamos la felicidad en las hipnóticas luces de los malls. En el nombre de las marcas. En las joyerías para gente decaché. En los milagrosos implementos del maquillaje que hacen que el rostro de las muchachas sea tan solo contorno, aliento y ojos, como si se tratase de una endiosada diosa egipcia, sin descuidar -desde luego- al rímel que otorga a la mirada, la profundidad de dos estanques dormidos y, deja ver, hacia afuera, al ejército de las pestañas que, en un parpadear, terminará aniquilándonos. En la danza de las sedas, especialmente en las de color negro, sobre todo si se trata de los negligés cuando inevitablemente nos despeñan sobre sus precipicios interminables.

En los precios. En el sobreentendido de que, a mayor precio, la felicidad se da por hecha. Bajo esa concepción, la felicidad iría de la mano del “status”, es decir de todo lo que a ultranza defiende al fasto como punto de llegada o como punto final de toda esa búsqueda. En lugares y con artilugios como los reseñados, es precisamente donde el ser humano puede perder lo que le queda de humano, si algo le queda, después de esa sórdida revuelta. Viva la fastuosidad, abajo “la andina y dulce Rita de junco y capulí” con que César Vallejo nos llenaba el alma con pájaros nunca antes vistos. !Abajo!

A contramano, Jesús y Buda, coinciden que los deseos de posesión son las rejas que encierran a tu espíritu, y te convierten en su esclavo. Cuando los superas y te encuentras con la voz interior que lo purifica y colma todo, entenderás que es tuyo tan sólo aquello que no te pueden quitar: tu alma, tu sensibilidad, tus sueños. Entonces, la felicidad no está en el falso resplandor de los escaparates. Está en ese instante en que puedes decir, como en efecto digo: Estoy feliz porque el petirrojo anidó al Sur de mi alero preferido. (O)