Hasta hace no mucho tiempo, cuando las elecciones presidenciales eran exitosas, el cambio de gobierno se realizaba el 10 de agosto; se cambió luego, al 24 de mayo. Las dos son fechas trascendentales en la independencia de nuestro país, lo que implica un tránsito de enorme importancia en el desarrollo histórico, si bien, iniciamos nuestra vida como república independiente con el nombre de Ecuador, el 13 de mayo de 1830. Todos los países del eximperio español optaron por el sistema democrático como lo hicieron las excolonias inglesas del norte, pero, en estos nuevos Estados el proceso electoral ha sido accidentado por la implantación de dictaduras militares y gobiernos de facto.
Además de la batalla de Pichincha, mañana celebramos la regularidad del funcionamiento de la democracia que, desde 1979, con algunos “accidentes constitucionales” se ha mantenido. Desde otro ángulo, no debemos olvidar que, luego de 21 años, triunfó un candidato que pone fin –esperamos que definitivamente-, a una etapa de caudillismo populista autoritario y grotesco que ha dejado una herencia nada deseable. Aventurado es anticipar los resultados del nuevo gobierno que recibe un Estado con muy limitada condición económica. Es alentador que no llegó a transar con el correato que, a cambio de votos en el parlamento, buscaba la impunidad con el eufemismo de amnistía.
El cambio es propio de la democracia que superó la permanencia vital de las monarquías, lo cual, es positivo para los habitantes de un territorio que, a la final, son los que deciden en las urnas. Estos cambios son satisfactorios para los vencedores y, de alguna manera, insatisfactorios para los perdedores. Si hay algo de madurez es positivo para todos, ya que nos enseña a vivir con diferencias, superando la condición de rebaño preconizada por algunos. Al margen de los planteamientos diversos de los candidatos, son seres humanos con cualidades y defectos los que realizan la gestión y su evaluación debe realizarse al final del ejercicio del poder. (O)