Padre

Catalina Sojos

Corren los años sesenta, locos y rebeldes, días y meses que cambian al planeta en todos los sentidos; en Cuenca la «Eucarística» las iglesias, lentamente, pierden a sus feligreses y la misa de los domingos es menos nutrida; los cines estrenan películas pecaminosas y llenas de arte; Fellini, Bergman, Pasolini, Kubrick y tantos otros, el teatro produce obras de “gran envergadura” y ATEC estrena “Dos docenas de rosas rojas” de Aldo de Benedetti; sin embargo en el teatro salesiano para los chiquillos el campanillazo cae sobre la nuca si se hace mucha bulla y cuando, en la pantalla se besan en los labios los actores, el padre Crespi avisa que “son dos hermanitos que se quieren mucho y se están viendo luego de mucho tiempo” y es que la inocencia se viste de una sotana raída, regalada de Pietro Tosi de la cual no quiere desprenderse el santo sacerdote. El Museo, cuyo incendio, hasta ahora es un misterio, arrasa con la mayoría de las piezas y destruye el trabajo de toda la vida. ¡Qué fácil era confesarse con el Padre Crespi” porque cualquier pecado era perdonado! En fin, estas remembranzas, a propósito de que se han aprobado “las virtudes heroicas” de este hombre santo, al cual llegamos a conocer, en aquellos años inolvidables. El Padre Carlos Crespi habita en cada uno de los cuencanos, más allá de todas las beatificaciones, puesto que el misionero salesiano transformó la mentalidad pueblerina además de que dedicó su vida a los más pobres y necesitados. Un hombre recordado y amado desde el corazón poblado de gratitud de la morlaquía. (O)