El gobierno requiere una mejor posición política que le permita gestionar adecuadamente su gobernanza y tener más control en el tradicional pulso político. Los niveles de credibilidad y aprobación -aunque beneficiados por el rebote de diciembre- siguen siendo bajos, por lo tanto, no facilitan suficiente gobernabilidad. Es en este contexto que el gobierno propone la Consulta Popular como un medio que consiga el oxígeno político necesario para viabilizar su agenda política durante el 2023.
El planteamiento de ocho preguntas cuyas respuestas parecen obvias obliga al gobierno a conseguir una arrolladora victoria. Si la consulta se gestiona a partir de conceptos ambiguos o generalistas como la reducción de asambleístas o la extradición de narcotraficantes, una cifra menor al 80% sería pérdida y el gobierno no tendría cómo explicar cualquier porcentaje negativo que reciba.
Ese es parte del riesgo de preguntar al pueblo, porque al final la consulta siempre será un ejercicio de valoración emocional sobre el convocante. De ahí la necesidad de fomentar la conversación desde la ciudadanía y organismos de la sociedad civil sobre las ocho preguntas planteadas y sus implicaciones y consecuencias en la vida política.
El panorama se compromete aún más si ninguna de las preguntas planteadas permite resolver la principal preocupación ciudadana que es la seguridad. El oxígeno recibido, de ganar la consulta popular, durará poco si la promesa de resolver la inseguridad no se ve cumplida en acciones concretas de políticas públicas y gestos visibles más allá de las simbologías y los slogans electorales.
El riesgo de no conseguir el oxígeno planteado puede comprometer aún más la baja gobernabilidad y el ya frágil posicionamiento de la labor presidencial. (O)