Si en conjunto la sociedad ecuatoriana no reacciona, el pánico se habrá tomado por entero el país.
El Ecuador está desunido frente a un enemigo común: la inseguridad. Pensar lo contrario es no aceptar una realidad, cruenta, lacerante.
Hay la sensación de estar en total indefensión. Se incluye la de tipo jurídica.
Una masacre en Esmeraldas, otras en Posorja y en la cárcel de Guayaquil. Tres guías penitenciarias asesinadas. La Embajada de Estados Unidos alerta sobre explosiones en ese Puerto Principal. Se efectivizan tres.
Todo eso en pocos días. De los otros ya se sabe: bandas criminales, la mayoría ligadas al narcotráfico, asolan al país con robos, asaltos, asesinatos; secuestros, extorsiones, sicariatos, y todo un guisado de delitos, como para poner al país entre los más violentos de América, si no es exagerado decirlo.
La violencia en el Ecuador supera a la existente en Colombia. Lo dice su presidente Gustavo Petro. Guayaquil está entre las 25 ciudades más violentas del mundo.
La gente ve cómo el microtráfico se practica a la luz del día; cómo se dispara a mansalva para robar mientras los asesinos huyen en motos.
Amanece notificada por los “vacunadores”, o regresa a casa y la encuentra vaciada. Ve, cómo los delincuentes detenidos por la Policía son liberados casi enseguida; o los sentenciados salen libres mediante acciones de protección; ve a la Justicia minada por leyes “prodelictivas”.
¿Se necesita algo más para reaccionar como sociedad, como Estado; un Estado cercado por el crimen, carente de un plan de seguridad, gobernado por un presidente casi sin brújula en este ámbito; preocupado, además, porque sus opositores no lo destituyan; pues para estos la inseguridad, la indefensión, no les importa; o, acaso, les conviene para justificar echar a un mandatario sin apoyo popular, ¿sin sostén político?
El pueblo clama por seguridad. ¿Alguien lo oye en el Ejecutivo, en la Asamblea, en la Justicia, en la Corte Constitucional, en la Judicatura, en la Fiscalía?