Se supone que el Estado se justifica por la garantía en la protección que brinda a sus ciudadanos cuando estos ceden parte de su soberanía individual al aceptarlo. Pero ¿si el Estado no puede garantizar la seguridad, la paz y la vida? No solo necesitamos repensar la forma del Estado, sino criticar la violencia estructural sobre la que la sociedad actual se levanta, empezando por los dispositivos epistémicos que nos permiten “saber” y “entender” el mundo.
Dada la hegemonía positivista y el culto a lo técnico (incluyendo en este ámbito a las ciencias humanas y sociales), difícilmente se pueden hacer propuestas sobre otros mundos posibles. El conocimiento y su aceptación generalizada en esos términos, nos remite a aquello “que es”, no a aquello que “debería ser”. Así se construye la ciencia, un tipo de saber hegemónico, aséptico, técnico, cuya utilidad más elocuente se encuentra en el ámbito de la política.
Pero si ese saber es una herramienta de la política, el saber en sí mismo no va a cambiar las relaciones de poder que se ejercen incluso, en la más profunda subjetividad. Luego, para poder cambiar las cosas ya no se requiere del saber sino del soñar, en la medida que el sueño es anticipación, creación y utopía. ¿Es posible una sociedad armónica, libre, sin violencia, sostenible, y construida para la felicidad de sus integrantes? Esta pregunta no la puede resolver la ciencia.
Si bien el soñar y el imaginar han sido absorbidos por las versiones técnicas del positivismo; innovar, pensar prospectivamente, progresar, etc.; necesitamos con urgencia y aunque parezca inaudito, aprender y enseñar a soñar, pues el soñar es una herramienta contracultural y contrapolítica para hacer frente a la forma de una sociedad que, esto sí, según la vasta evidencia científica, es una sociedad de muerte. (O)