Ser ya Matusalén me otorgan gentilezas, una de ellas, no tener obligación de sufragar, sin embargo, el gusanillo patriotero que mora en mis entrañas, me encaminó a las urnas. Sabía exactamente donde ejercer mi voto, no tanto porque averigüé la junta, sino más bien por no haber cambiado nunca el lugar de sufragio desde que vivía de niño y joven en la ancestral y maravillosa casa de mis abuelos en el Cenáculo. La gente tenía una extraña calma. No había tráfico estridente ni molesto y todos parecían haber hecho del momento una circunstancia de esparcimiento familiar y degustaban golosinas, mientras un lento paso les acercaba a las urnas. Sentí que el día tenía mucho de mágico y en los recintos reinaba calma, compostura. Los militares listos a dar amables explicaciones, envueltos en camuflaje y armas. Cumplí con rayar papeletas y salí con extraño sentimiento de haber cumplido con mi país y con un mártir, Villavicencio, que luchó infatigable por muchos años, denunciando trafasías y delitos de la pandilla verdosa auto denominada de “mentes lucidas y corazones ardientes” (para robar, seguro) con el delincuente y nefasto líder Correa a la cabeza. Una vez fuera del recinto en el atrio de la iglesia de Santo Domingo, sus puertas me invitaban a entrar, junto con gente que conspicua oraba. Que curioso. Yo que me muevo en la incómoda pero racional sabiduría del ateísmo y que no creo en dioses creados por humanos y peor aún en padre, hijo (sabio y mártir de la época) y un espíritu santo en forma de palomita blanca, detalle de una mente alucinada de un profeta atribulado. Qué maravilla. Volví a pisar una iglesia al cabo de 45 años, cuando me casé entre gallos y media noche. Basílica bellísima con repujados y pan de oro estupendos al mejor estilo romano y cristiano. Sus naves, un detalle pasmoso al navegar mares llenos de fe y enormes plegarias. Que cosa bella. Parecía estar en Roma o Florencia. Salí y me encontré con eternas vendimias de pan entre sirios y escapularios. De una canasta de mimbre con un mantel algo sucio, escogí pan blanco, palanquetas de agua y mestizos llamados sarnosos y fui camino de la casa cercana de míos tíos Guillermo y Lulú, hogar donde fui acogido, aquí sí, con el pan maravilloso de sabiduría, humildad y cariño, casa y mesa donde toda mi vida me hicieron sentir como hijo y digo bien al afirmar que tuve la suerte de tener cuatro taitas. Tomamos un café con mi tía sentados en su humilde y generosa cocina. Charlamos y lloramos el extrañamiento feroz de mi tío partido apenas meses atrás, hombre sabio de luz gigante de inteligencia, raciocinio, humildad, sabiduría. Un día grandioso. (O)
CMV
Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social y Diplomado en Medio Impresos Experiencia como periodista y editora de suplementos. Es editora digital.
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