Desde hacía algunos años, en el Ecuador se adoptó la tradición norteamericana de evaluar los cien primeros días de gestión de las autoridades electas.
Eso comenzó en los Estados Unidos con la presidencia de Franklin Roosevelt en 1933, quien la creó cuando su país pasaba por momentos extremadamente críticos.
En el Ecuador se ha dado por evaluar dentro de aquel plazo tanto a un presidente de la República como al de una Junta Parroquial.
En estos días, alcaldes y prefectos pasan por tan trillada evaluación. Durante ese lapso, han tratado, como se dice, de seguir en “luna de miel” con los electores, como si siguieran en campaña, abriendo las puertas de sus despachos a todos, usando las redes sociales para “interactuar”, fotografiándose con todos y por todo, hasta de inspeccionar limpiezas de cunetas o de dialogar con otras autoridades, cuando no de seguir culpando a sus antecesores al toparse con la dura realidad, casi para nada comparable con lo ofrecido mientras buscaban votos.
La “evaluación” a la usanza ecuatoriana no pasa de ser una especie de termómetro para medir lo cumplido durante estos primeros cien días. Al son de esa “novelería” todos la hacen, incluso ellos mismo.
En términos generales, y contrario a lo hecho por Roosevelt (la comparación resulta hasta burda) en sus primeros cien días de gobierno, por estos lados, ni alcaldes ni prefectos han lanzado un plan de acción verdaderamente sustentado, capaz de obtener resultados en aquel corto plazo, es decir, un plan como dar giros siquiera de 180 grados, ni se diga de 360 como lo hizo aquel presidente norteamericano.
Sin ser peyorativos, no debe compararse la gestión de un gobernante con la de una autoridad seccional, y, por lo mismo, la tal evaluación no pasa de ser algo rocambolesco, típico de nuestros pueblos.
Empero, ojalá uno de ellos lance un plan de alta dimensión, social y económicamente sustentado, como para causar asombro, sacrificios incluso, y merezca el apoyo popular.