El Consejo de la Judicatura (CJ) no deja de ser fuente de noticias controversiales, cuando no de escándalos mayúsculos. Esta es su tónica desde hacía varios años.
La sui géneris destitución del juez de la Corte Nacional de Justicia (CNJ), Walter Macías, profundiza esa crisis.
La Fiscalía investiga a dos jueces del CJ por presunto tráfico de influencias. El proceso estaba en manos de aquel juez, según él, debido a una “persecución administrativa”.
Aquello ocurrió a horas de efectuarse la correspondiente audiencia preparatoria de juicio.
La destitución se produce con una votación, por decirlo de manera suave, rara. En la sesión, convocada al apuro, de acuerdo a Walter Macías, uno de los jueces del CJ investigados por aquella presunción participa telemáticamente desde Estados Unidos, donde vacaciona, “en total estado de embriaguez”.
Leídos los resultados, no hay los votos para la destitución. Lo confirmó la secretaria del CJ cuyo presidente, pese a no tener apoyo para la reconsideración propuesta en segundo intento, termina dándosela él mismo, y, por consiguiente, logran el objetivo por medio de una votación entre presentes, ausentes, supuestos ebrios y abstenciones. Toda una teoría del absurdo, si bien sus autores se apalancan en un reglamento, un mecanismo mediante el cual, no sólo en ese organismo, se adecuan cálculos, intereses, y se tuerce la ley.
Luego la Fiscalía allana al CJ por considerar la existencia de un posible delito de obstrucción a la justicia.
El perjudicado planteó una acción de protección para frenar su “ilegal e inconstitucional” sanción. Ha sido admitida a trámite.
En manos de Macías, también está el caso Las Torres, cuyo principal implicado es un excontralor acusado de “delincuencia organizada”.
Esas y muchas otras acciones socaban la administración de justicia, le restan credibilidad y confianza, y con mayor razón al CJ, siempre bajo la sospecha de estar politizado y dirigido por estrambóticos personajes.