Cuando el poder político roe los cimientos de la administración de Justicia, la principal sacrificada es su independencia, seguida de su credibilidad y confianza. Los resultados de esta especie de matemática del mal afectan al ordenamiento jurídico, al sostenimiento de la República, a la paz social.
Esa ha sido la ecuación predominante en el Ecuador a lo largo de su azarosa historia. Y la de los últimos quince o más años es por demás reveladora.
Ahora mismo asistimos al deprimente espectáculo protagonizado por el Consejo de la Judicatura (CJ). Sus embrollos internos arrastran a la Corte Nacional de Justicia, a la Fiscalía, y busca apalancarse en el Consejo de Participación Ciudadana, convertido en árbitro por su capacidad nominadora, arropado por su presunta independencia y de dirigir concursos públicos, casi siempre cuestionados por estar direccionados, por lo general a favor de ciertos partidos y movimientos con cuentas pendientes en la Justicia, en la Contraloría o en fase de investigación. El país los tiene plenamente identificados.
Una entrevista concedida a diario Expreso por el vocal del CJ, Fausto Murillo, revela cuan cooptada está la institución, repartidas sus Direcciones Provinciales a ciertos vocales tras un masivo descabezamiento, cuyas presiones y traslados de jueces apuntan a favorecer a peligrosos delincuentes y políticos.
En semejante escenario, el país observa, de alguna manera con cierta indiferencia, la disputa de tronos, los tardíos retiros de confianza a los nominados, las acciones de protección pedidas por magistrados ante espurias resoluciones de una mayoría de dos contra tres, la defensa a esta sinrazón hecha por un condenado, y la respectiva investigación fiscal en medio de un avispero.
Y con tales antecedentes, esa entidad se aprestar a renovar parcialmente la CNJ.
Hace falta una gran dosis cuando menos de decencia para no seguir embadurnando a la Dama de la Justicia.