Volvemos a lo de siempre. Cada año la naturaleza es víctima de incendios forestales. El 99 % es provocado por el hombre. Su inteligencia no es capaz de entender el daño causado a la flora y fauna, irreversible en muchos casos.
Actúa como si no fuera parte del planeta, como si la contaminación ambiental fuera broma, o teoría de ilusos el cambio climático.
Con las diferencias del caso, mientras mucha gente está en contra del extractivismo minero, le dice no a la explotación del petróleo en el Yasuní, mete fuego a los bosques, a los chaparros, y se solaza viendo cómo se consume la vida.
En distintos lugares del Azuay ya van convertidas en eriales 1.625 hectáreas. El más letal ocurrió en Oña: 612 hectáreas quedaron en cenizas.
¿Quién o quiénes responden por esas acciones, hasta cierto punto criminales, en algunos casos producto de conductas pirómanas; en otros por descuido – si así se lo puede considerar – al producir fogatas, no apagar bien las colillas de los cigarrillos, ¿o aferrase a caducas creencias?
Los Cuerpos de Bomberos de cada cantón no se dan abasto para acudir a los lugares donde son provocados los incendios forestales, varios en un mismo día; los accesos dificultan llegar a tiempo; la sequía contribuye a la rápida propagación de las llamas; ¿los esfuerzos de la gente de la zona son insuficientes para sofocarlas y es víctima, más bien, de la asfixia?
Estas y otras consideraciones han sido dichas una y mil veces, difundidas por todos los canales de comunicación, pero la agresión a la naturaleza no para.
¿Hace falta una legislación punitiva más contundente y ejemplarizadora? La disuasión, las campañas de concienciación, sentir los efectos de la contaminación ambiental, no son suficientes para corregir las conductas pirómanas.
Vale exigir esa legislación, hasta en homenaje póstumo a tanto animal, aves, plantas, árboles, chaparros, insectos, en suma, a la vida, consumidos en los incendios forestales.